Celia se fue
Se acordarán de Celia. Era aquella mujer que en la posguerra se quedó sin marido. Se quedó sola en un caserón viejo, con goteras en el salón, dos vacas en el establo, un traje de luto gastado y cinco bocas que alimentar. Hasta las migajas del pan le disputaban a las hormigas cuando la madre recogía el mantel de hule y las sobras se caían sobre la mesa. Pero ella, con el marido muerto, de cuerpo presente, fue la primera en secarse las lágrimas; tiró el pañuelo empapado sobre la tumba y juró mirando al cielo que sacaría adelante a sus hijos. Sí, se acordarán de ella porque fue hace dos años cuando se supo que una pena la estaba matando: Una mañana, cuando se despertó, se dio cuenta de que había abandonado a sus hijos y, por más que los buscaba, no los encontraba. Sin saber cómo, sin saber por qué, Celia se vio de repente atrapada en un piso del que no la dejaban salir para acudir al campo, al pueblo, a su casa, a recuperar a sus hijos y cumplir la promesa que le hizo a su marido.
Celia vivía en ese mundo cuando sus hijos, que ya llevaban varios años luchando contra el Alzheimer, recibieron la resolución final de los Servicios Sociales: ‘Resuelvo reconocerle el Grado III, Nivel I de Gran Dependencia. Los servicios o prestaciones que le corresponden serán los que determine el programa individual de atención’. Fue una gran decepción porque, al final de todo el camino, de tantos trámites, de tantos papeles; al final de tantas ilusiones, la letra pequeña de la Ley de Dependencia los conducía al mismo centro de día del que ya disfrutaban y al servicio de teleasistencia del que ya disponían. La ayuda económica por la que suspiraban no estaba disponible. Otra vez de vuelta a la rutina corrosiva del día a día, en aquel piso que se había convertido en una fortificación para que la abuela no se escapara de noche a buscar a sus hijos pequeños, que la estaban esperando cincuenta años atrás.
Sólo el deteriorio físico, la extenuación, la certeza de aquella enfermedad los arrastraría a todos, llevó a sus hijos a ingresarla en una residencia cercana, que pagan con el dinero de la pensión. Ayer, mientras la radio daba la noticia de la ayuda de 1.800 euros «para las mujeres andaluzas que sufrieron la represión durante la Guerra Civil y la dictadura franquista» pensé en Juan Antonio, su hijo. La noticia debió llenarlo de incertidumbre e irritación. ¿Cómo entender que la política consiste en la aprobación incesante de nuevos derechos mientras se van congelando por falta de presupuesto los derechos precedentes? Se reparan injusticias cometidas hace ochenta años y se ignoran las necesidades de la actualidad. Celia es sólo un caso, pero cuántos esperan una ayuda para sobrellevar el calvario de una dependencia.
La última vez que lo vi me dijo que todas las mañanas iba a visitar a su madre. En el jardín de la residencia, a veces le pregunta por su marido, por sus hijos. Celia encoge los ojos y, sin decir nada, le acaricia la cara con la sonrisa perdida, eterna, de un enfermo de Alzheimer.
1 Comments:
He visto a mi suegra en su relato, como otros habrán visto a su madre, a su padre e incluso algún esposo/a.
Ha conseguido ponerme la carne de gallina y que se me salte alguna lagrima. La rabia hace tiempo que la gaste.
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