El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

17 marzo 2010

Treinta segundos



Treinta segundos es lo que tardó Eduardo Frei en felicitar a su adversario político, Sebastián Piñera, cuando le dijeron, tras el recuento de votos, que había perdido las elecciones en Chile. Esa fracción de tiempo, esos treinta segundos, son especialmente llamativos cuando se colocan al lado, como si fueran barras de un gráfico estadístico, de los veinte años que se mantuvo en el poder la coalición progresista que ha gobernado Chile desde la caída del dictador, el abominable Augusto Pinochet. Llegaba la derecha al Gobierno después de cincuenta y dos años de haber ganado las elecciones por última vez; volvía la derecha al Gobierno después de las dos décadas de hegemonía de la coalición progresista que se formó para conjurar el recuerdo del dictador, y, sin embargo, cuando se cerraron las urnas al candidato derrotado de la izquierda no le pesó ni el pasado, ni el rencor, ni el odio. Las crónicas de prensa de aquel día, lo reflejaban así: «Frei apenas tardó 30 segundos en su discurso en felicitar a Piñera». Treinta segundos. Hace unos días, Eduardo Piñera tomó posesión del cargo. He recordado esos treinta segundos porque, desde entonces, no siento más que admiración por la clase política chilena.

Resulta, además, que Eduardo Frei no se limitó a trasladar una fría felicitación de manual, una de esas felicitaciones que se hacen con los dientes apretados y los puños cerrados. No, el candidato de la izquierda se fue directo al hotel en el que su rival estaba celebrando la victoria, buscó un lugar concurrido de fotógrafos, y se estrechó en un abrazo. «Con Eduardo comparto un gran amor por Chile y soy un gran admirador de su padre –que también fue presidente– y quiero decirle que nuestro país necesita más que nunca unidad», le replicó, a su vez, Eduardo Piñera. Pero es que, hasta la mujer de Piñera cogió el micrófono para decirle a la presidenta saliente, Michelle Bachelet, que se sentía «orgullosa como mujer de que usted haya sido la presidenta de los chilenos».

No hace falta que nos pongamos a recontar las diferencias con la política española; ni siquiera es necesario imaginar cómo hubieran sido los discursos aquí, en Andalucía, la de cadáveres de la Guerra Civil que hubieran atravesado esa noche las tapias del cementerio, las tormentas de negros augurios que hubieran copado los informativos de la radio, de la televisión pública, la tensión en cada palabra, en cada gesto, en cada discurso. Y más allá de la clase política, no tenemos que pensar tampoco en cuál sería el comportamiento de quienes se han acostumbrado a vivir de la hegemonía socialista durante los últimos treinta años, esos que han hecho de la victoria socialista el negocio más rentable, esos que jalean el régimen porque lo han convertido en una forma de vida, en la mejor forma de vida que hubieran pensado jamás. A todos esos que ya se les ve, con las venas saltadas, agitando las campañas electorales en cada sobremesa, en cada debate, no hace falta imaginarlos.

No. Lo ocurrido en Chile sólo sirve para colocarnos en la realidad, no en la inventada, no en la propaganda, sino en la realidad de la calle, la normalidad. Sirve para tener claro que la alternancia es la que definitivamente entierra una dictadura en la historia. Nos sirve, en fin, para que la próxima vez que nos pregunten en qué consiste la democracia le podamos responder con el ejemplo de Chile: «La democracia son treinta segundos».

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