El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

10 febrero 2009

El cazo


La jerga del mangante tiene un código específico. Los políticos, cuando se tiran al cerro de la extorsión y del soborno, manejan un lenguaje propio que nada tiene que ver con el de otros elementos de su especie; un político delincuente es distinto y habla distinto a como lo hacen en la mafia, en el mundo del hampa o del narcotráfico. Debe ser porque el político delincuente se ve expuesto constantemente a un esfuerzo de doble lenguaje y doble moral del que están exentos otros delincuentes. En público, lenguaje políticamente correcto y en privado, la jerga del mangante. Lo que tiene de vaporoso el lenguaje políticamente correcto, circunloquios y frases hechas para no decir nada, se condensa luego en el lenguaje de la corrupción y desciende a lo primario. Subsistencia cutre, como de plato de lentejas. En el caso Ollero hablaban de las legañas, «a ver si de ésta nos quitamos las legañas». Ahora, en el vídeo que se ha conocido de Almería, la frase emblemática es la que pronuncia el empresario que se presta a la extorsión y luego lleva el vídeo al fiscal: «Juanico –le dice al alcalde–, que no te digo ná, en tus manos me encomiendo, ahí lo llevas, 28 o 29 [mil], tú los cuentas (…) Y ten cuidado por si le has pedido a alguien más, lo digo porque mi primo me lo ha dicho: me parece que a este alcalde le pasa como al otro, a éste le gusta el cazo».

Esa expresión, sin duda, es propia de la jerga del político mangante. «A éste le gusta el cazo», ese aspecto primario, de pesebre, es fundamental para entender el delito político. Y no porque la cuantía del mangazo sea pequeña, sino porque el político delincuente se ve impelido a justificarse siempre a sí mismo.

Puede que un narco o un capo de la mafia también se cree una apariencia falsa ante la sociedad pero, a diferencia del político delincuente, no está obligado a construir discursos ni a ganar elecciones. Nunca otro delincuente alcanzará la sutileza de un político delincuente a la hora de mentir, mentiras de partido, mentiras de gobierno, mentiras de sí mismo. Digamos que el político delincuente se ha especializado en cinismo y en hipocresía, que bien podrían ser los dos defectos más antiguos del hombre público, dos ramas dobladas del arte de la política. El político delincuente no sólo se ve obligado a mentir en el ejercicio de su cargo, sino que convierte el cinismo en una sutileza. De ahí que cuando salta un escándalo, el político delincuente siempre responderá con golpes de pecho, hablará del sacrificio a la sociedad, de los muchos años de trabajo y dedicación a la política, desatendiendo a su familia y a su profesión. Todo lo que ha hecho, lo ha hecho por la sociedad. En el vídeo de Almería, encontramos un diálogo perfecto de ese cinismo. La escena del alcalde, compadeciéndose a sí mismo, mientras cuenta el dinero. «Esto para mí es muy desagradable, pero es que no tengo otra salida», dice el tipo. «Luego, esas críticas... En fin, que si coges, malo y si no coges, peor». Así, cabizbajo, mientras sigue contando billetes, veinticinco mil, veintiseis mil, y se oyen de fondo cómo se sueltan las gomillas del sobre anaranjado del empresario. «Pues me parece muy bien, el tiempo que estés aprovecha y llévate lo que puedas». Esto es, sin duda, lo peor, la consideración social del delito, la comprensión del sistema podrido. «Aprovecha», sí, decididamente es lo peor porque bajo ese verbo se esconde lo que en España se llama picaresca. Ande yo caliente.

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