Alerta Roja
El asfalto se reblandece, se hace chicle, como aquellos negros que masticábamos en la infancia. El alquitrán se derrite y deja negra la lengua de las ciudades. Por eso lo llamarán ‘calor africano’, un calor negro. Pero esto no es lo más sorprendente de la ola de calor que soportamos.
Calles desiertas desde la ventana del coche, cristales calientes de una cápsula de frío artificial que recorre la ciudad. Unos turistas cruzan para fotografiarse ante el termómetro. Por las aceras, otros caminan como fantasmas perdidos, cada vez más lentos, como si aquel calor hubiera derretido también las suelas de sus zapatos y, poco a poco, se van quedando atrapados. En horas, estarán exahustos. Pero, tampoco es lo más sorprendente.
Las noches se hacen eternas, el tictac desfila lento y los ojos abiertos van grabando en la retina el paso de todas las horas en el despertador de destellos verdes en la mesilla de noche. «Tierra seca/ tierra quieta/ de noches inmensas», que parece que Lorca escribió aquel Poema de la Soleá en una noche de calor africano, cuando ni los árboles de la Carrera del Darro se mueven; estatuas que envidian el frescor de los salones de la Alhambra. Pero, esto no es lo más sorprendente.
Días que amanecen con el sudor en la almohada, habitaciones inflamadas nada más salir el sol. Paredes calientes, sábanas calientes, suelos calientes, vino caliente, aire caliente. Hormigas en la mesa sobre un mendrugo de pan. El calor desciende implacable y aprieta en la cabeza, como una losa incandescente, y ni en la sombra se logra apartar esa presión. Sólo en la orilla del mar corre la brisa, y los turistas van de sombrilla en sombrilla, pisando sombras, porque cruzar la arena es caminar sobre brasas con los pies desnudos. Pero, no es lo más sorprendente.
Agosto de sangre seca, de cadáveres que amanecen en los olivares con la boca abierta, llena de moscas. En verano, todas las noches sale a pasear el demonio de la España negra. Como en Los Galindos, una matanza de celos o de drogas; la cabeza del capataz abierta a golpes con el diente de hierro de la empacadora. La era, el trigo y un reguero de sangre por todo el cortijo. Sangre roja y seca, como el camino de tierra, roja y seca, que llevaba a la finca. Agosto de crímenes, de nervios que se rompen, de celos desatados. Pero, esto no es lo más sorprendente.
Los romanos construyeron casas de muros gruesos y patios para aislarse del calor. Y se tumbaban en Itálica buscando el fresco de los azulejos de los mosaicos, con uvas negras y vino tinto. Los musulmanes idearon ciudades con calles estrechas como laberintos, inexpugnables para el sol. Y palacios con estanques y fuentes, y pequeñas acequias que recorrían los jardines y los patios para conjurar con el rumor del agua estas olas de calor. Pero, nada de eso es lo que más sorprende.
Lo más sorprendente de esta ola de calor africano es la campaña de publicidad del Gobierno: «Bebe agua. Refréscate con una ducha. En tu casa, baja las persianas; en el exterior, ponte a la sombra... Combatir el calor está en tus manos». ¡Alerta Roja!: Definitivamente, nos toman por idiotas.
Etiquetas: Sociedad
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