Gamberros
Uno de los medidores más fiables del nivel de la política es la calidad de los insultos. Insultar, según la definición de la Real Academia, es «ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones», con lo que el abanico, en el estricto ámbito de la política debe ceñirse a la descalificación ingeniosa o malvada del adversario, sacando a relucir los defectos de sus propuestas, las ridiculeces de sus proyectos o la demagogia de sus planteamientos.
Desde ese punto de vista, el insulto se convierte en una parte más del debate, un elemento más de la confrontación de ideas. Nada nuevo porque históricamente el insulto, la descalificación y la provocación han formado parte de la política y así lo han reconocido ya incluso algunas sentencias Judiciales. Ocurre, sin embargo, que también para saber insultar hacen falta algunas cualidades más, cultura general, capacidad de raciocinio y altura intelectual. El insulto es el espejo más enrevesado del alma política.
Lo que está ocurriendo en España, y que algunos confunden con la confrontación, no es más que la unión fatal de dos circunstancias difíciles de combatir: El cainismo y la vulgaridad. Lo primero es un fenómeno antiguo, casi una característica de la política española, mientras que lo segundo es una novedad, una de las señas de identidad de estos tiempos. Sobre el cainismo de la política española, hay quien llega a afirmar que, por su reiteración en la historia, lo que refleja es la baja calidad de la democracia en España y la dificultad de la sociedad española para superarlo.
Ya Azaña dejó dicho en la II República que «no es aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del contrario, exterminio ilícito y además imposible». A poco que se mire alrededor, se entenderá que la clase política española ha avanzado muy poco en esto. La Transición, condicionada por el miedo de la dictadura recién fenecida, nos ofreció un espejismo de tolerancia y respeto que no sólo se ha difuminado ya, sino que ahora se mezcla con esta otra circunstancia de vulgaridad.
De ahí que la baja estofa de los insultos actuales. Y la proliferación, sobre todo en este periodo desatado de las campañas electorales. Del «Fóllate a la derecha» de Izquierda Unida en Cataluña, a la estética «kale borroka» de las Juventudes Socialistas andaluzas, que hasta cuelghan en internet las fotos de sus pintadas en las sedes del PP, pasando por esas campañas inaceptables y desvergonzadas contra los alcaldes de Huelva y de Málaga, agresivas como peleas de perros, dirigidas por algunos de los dirigentes más siniestros que ha tenido nunca la política andaluza. O los insultos a Luis Carlos Rejón en Baena, el ex dirigente de Izquierda Unida de vuelta a las clases de Historia en un instituto. «Vete de Baena. Comunista os vamos a echar», le gritan un grupo de niños por la calle. "Tengo miedo -dice Rejón- Por primera vez, tengo miedo. Qué nos está pasando".
Medimos a los políticos por la calidad de los insultos. Pero aquí la vulgaridad ha hecho desaparecer el insulto y le ha abierto la puerta a las infamias, a la ruindad. Escupitajos de gente despreciable. Gamberrismo de punta a cabo.
1 Comments:
Disculpa Javier, una pequeña puntualización, No es Izquierda unida de Cataluña quien tiene el lema de "Fóllate a la derecha" sino Iniciativa per Catalunya.
Saludos y sigue con el Blog
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