Axiomas
La gran farsa de la reforma del Estatuto de Autonomía se ha sustentado desde el primer día en un abanico de afirmaciones que, a fuerza de repetirlas, se presentan ya como axiomas cuando, en realidad, no suponen más que capítulos diferenciados de este enredo entre cínico y burlesco. Por ejemplo, cuando se afirma que las reformas de los estatutos resuelven un debate pendiente en España sobre su modelo territorial. Y no.
De hecho, ha ocurrido todo lo contrario. Ninguna reforma de las aprobadas, ni todas en su conjunto, establecerán en España un modelo territorial definitivo. Esto es grave porque la única disculpa que podría tener este torbellino es que, de una vez por todas, España hubiera resuelto el debate sonrojante de estar discutiendo en el siglo XXI cuál es su verdadera identidad. La Constitución del 78 lo pretendió; apañó una fórmula (una sola nación, España, que «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas») que respetaba las autonomías que ya se aprobaron en la República, y ofrecía la descentralización a las regiones (como Andalucía) que no alcanzaron entocnes ese estatus por el estallido de la Guerra Civil.
Cuando, por la inagotable reivindicación de los nacionalismos del norte, incómodos desde el origen con aquel «café para todos», se quiebra el equilibrio existente, lo único que cabía esperar es que el Gobierno, y por extensión las dos fuerzas políticas mayoritarias de España, buscasen de nuevo, como hace 25 años, un acuerdo estable y general. Definitivo.
¿Hubiera solventado esta indefinición que dura ya doscientos años el reconocimiento de España como estado federal, que nada tiene que ver con las confederaciones? Es posible, pero ese debate ni siquiera ha llegado a plantearse. No era el que convenía a los nacionalistas. Arrancando nuevas competencias y recursos, como jirones de piel, el Estado (el «raquítico Estado», como lamentan ahora quienes han apoyado por mero seguidismo las reformas) ha agravado la indefinición, sumando a las nacionalidades y regiones nuevas naciones, realidades y caracteres nacionales, y ha acentuado la asimetría que ya se padecía.
¿España federal? La expresión, que sólo rechina en un patriotismo trasnochado, ignorante y cerril, hubiera sido lo de menos si, previamente, se hubiera aprobado, primero, un nuevo sistema electoral que no hiciera depender las mayorías del Gobierno de España de los grupos nacionalistas y, segundo, un modelo de financiación que surpimiera fueros y privilegios medievales.
No ha sido así, por mucho que se inventen falsos axiomas. Por eso este embrollo dará paso al próximo. Vuelta a empezar. Como hace cinco años. Como hace treinta. Como hace cien y doscientos. El mismo discurso en las mismas bocas, con el aliento agrio de una condena histórica.
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