Coglione
En Italia, que tanto se nos parece en desmesuras y pasiones, el final de la campaña electoral ofreció una imagen desoladora. En el mitin de Romano Prodi, el personal coreaba exaltado «soy un gilipollas»; en el mitin de Berlusconi, la gente gritaba alborozada «un bote, dos botes, comunista el que no bote». O sea, que cualquier votante italiano que, abstraído de la pugna partidaria, hubiera observado aquella escena, lo normal es que se le hubieran quitado todas las ganas de votar. Pero no.
Resulta, por el contrario, que, después de una agotadora jornada electoral de día y medio, en Italia han acudido a votar más gente incluso que en las últimas elecciones, el ochenta y tres por ciento. Viene a cuento aquí una máxima que suelo aplicar desde antiguo como bálsamo de estas contradicciones. Dice así: «A medida que crece el conocimiento de la clase política, se entiende menos el comportamiento de los electores». Esto se aplicaba antes a Andalucía, luego a España y ahora, ya ven, hasta se extiende a Europa.
La incertidumbre, la incapacidad para entender con cierta lógica estos comportamientos electorales, podría ampliarse, incluso, si se le añadiera como ingrediente a este dilema político-electoral la opinión que expresa la gente cuando se le pregunta su opinión sobre los partidos políticos, los parlamentarios o los gobiernos. Año tras año, la clase política decrece en consideración y se la ve más corrupta y alejada de los intereses reales de la población. Pero llegan las urnas, y los votantes acuden en masa. ¿Quién se lo explica?
Puede contraponerse, como explicación, que, pese a las críticas que se puedan hacer, la madurez democrática de la sociedad occidental garantiza la continuidad del sistema, asumido como mal menor. Pero no dejaría de ser inquietante como hipótesis de futuro que el actual sistema de partidos se mantenga simplemente por inercia. En un interesante ensayo sobre la realidad política actual, Plácido Fernández-Viagas se plantea abiertamente la posibilidad de finiquitar el Parlamento para alcanzar, definitivamente, el objetivo primero de democracia directa con los ciudadanos. Desde la Revolución Francesa, el pueblo ha delegado su voz a un grupo de representantes, pero ¿sigue teniendo sentido dos siglos después esa delegación? «La institución parlamentaria podría ser ya sustituida, no es necesaria. Teóricamente, existe ya la posibilidad de practicar la democracia directa. Bastaría con consultas periódicas en la Red», sostiene Fernández-Viagas que es, por cierto, letrado del Parlamento andaluz.
Antes o después, el debate que plantea Plácido Fernández-Viagas se abrirá paso en la sociedad. Ocurrirá cuando, en frente, se sitúe una sociedad exigente, severa, que no se deje llevar por ese frentismo irritante y esta demagogia cada vez más vulgar. ¿Que cuándo ocurrirá? Uff. Ni idea. De momento, para glorificar esta espera de desconcierto, igual me pido una de esas camisetas de Prodi. «Io sono un coglione».
2 Comments:
Precisamente hace dos días comentaba con un buen amigo, para más señas afiliado al S.O.C., esa idea de la democracia directa, aunque partiamos en la conversación desde un planteamiento un poco más radical: ¿para que necesitamos mantener a tantos diputados y senadores si luego votan las leyes todos como un solo hombre (o, en aras de la correción de "genero", como una sola mujer)?
La conclusión a que llegábamos cae por su propio peso: democracia más directa sí, pero para la elección de personas que nos representen y se responsabilicen de esa representación, y no de partidos políticos.
Mientras tanto, nada , a seguir ejerciendo de "coglione"...
Gracias, D. Javier.
Hola, Javier. Acabo de descubrir tu blog y me alegro de haberlo hecho: muy interesante.
Respecto a la masiva participación en las elecciones italianas, tengo entendido que en su sistema electoral el voto es obligatorio, aunque no sé exactamente cómo está articulado.
1 saludo y enhorabuena por el blog
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