Espías
Que no sabe uno que es peor, la tranquilidad con la que se descubre en España el piso que utilizan los servicios secretos o que la tiesura presupuestaria conduzca a la inteligencia del Estado a instalarse en dos pisitos Vpo de Huelva. Y para colmo, en Isla Chica, que es un barrio en el que se conocen todos. Aquí el cartero, aquí el funcionario y aquí el espía. A la hora del mercado, todos son preocupaciones. «¿Te has enterado que los del Tercero A son espías? Pero qué me estás contando. Sí, sí, como lo oyes, espías y del Gobierno, que es lo que yo digo, que cualquier día, cuando estemos en la escalera, nos vemos envuelto a un tiroteo con los terroristas, con los mafiosos o sabe Dios».
Los servicios secretos, dentro y fuera de España, siempre se han prestado a broma, y desde Groucho Marx hasta Torrente, alimentan la guasa universal. «¿Inteligencia británica? Eso es una contradicción en sí misma», decían Tip y Coll. Lo de Huelva acerca la inteligencia española al modelo de Torrente más que al de Graham Greene.
Quizá porque no hay nada más ridículo, más desprestigiado, que un espía descubierto. Un espía que todos conocen es el rey desnudo al que nadie respeta. ‘¿Espía tú, si vives en el piso de arriba?’ Cuando se descubre a un espía, se oye una carcajada que truena, como un mago sorprendido con la carta guardada. Y ya no queda nada. «Perdido como un quinto en día de permiso, como un santo sin paraíso, como el ojo del maniquí. Errante como un taxi por el desierto, quemado como el cielo de Chernobil. Más triste que un torero al otro lado del telón de acero», que cantaba Sabina cuando había quintos y Guerra Fría.
Y aunque los espías siempre se hayan prestado a chufla y chirigota, lo peor nos ha llegado con el siglo XXI, que nos guardaba la sorpresa del descrédito mundial de los servicios de inteligencia. El mito universal de los servicios secretos de los Estados Unidos, la potente y literaria CIA, tiró a la basura todo su prestigio con las armas de destrucción masiva de Irak, igual que muy poco antes los espías británicos, el Mi5, cuando elaboraron su informe de inteligencia copiando un trabajo de un estudiante universitario.
Desde esa perspectiva, ya ven, lo de Huelva parece menor. Un consuelo. Será sólo que, cuando hablamos de espías, siempre pensamos en Bogart y lo imaginamos recostado en el rellano de una escalera oscura. Un pitillo en la boca y la pistola en el bolsillo de la gabardina. Una bombilla con los cables pelados emite un zumbido y una ventana mal cerrada de la azotea da portazos con el viento. Los vecinos de los espías de Huelva, que soñarán con escenas así, están dispuestos a todo para que se vayan. «No podemos vivir con el temor de que le coloquen una bomba debajo o de presenciar un tiroteo en la escalera», se quejan los vecinos. Magnífico. Por muchas polémicas que existan, España siempre surge en algún rincón. El otro día se la vio en un barrio de Huelva. Era una de espías.
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