El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

23 agosto 2010

El secreto de Uriel



Hace tres semanas, una voz anónima llamó al periódico. Sólo quería contar una historia que, según decía, había permanecido muchos años oculta. "No es ninguna noticia, lo sé, pero quizá les pueda interesar. Miren la página de las esquelas del periódico. ¿Lo ven? Sí, exactamente, me refiero a esa persona". La que sigue a continuación es la historia imaginada a partir de aquella confidencia. Ocurrió en una provincia andaluza, su protagonista llevaba en su firma apellidos aristocráticos.

A las doce de la mañana, en el casino están casi todas las mesas libres en el mes de agosto. El camarero, camisa blanca y pantalón negro, se ha acodado en la puerta de entrada a la espera de gente. Su único cliente a esas horas, un anciano de compostura venerable, bien vestido y perfumado, repasa el periódico lentamente, saboreando los artículos al ritmo de una palomita de anís. No hay nadie en la plaza, ni muchachas aburridas sentadas en los bancos de ladrillo rojo, ni niños cogiendo los zapateros que se posan en los setos. Dentro del casino, se oye la radio que está colocada encima de la máquina del café, pero fuera, nada más pisar el portal, el único sonido es el zumbido de las chicharras que llega desde los olivares cercanos. «¡Ya me acuerdo!», exclamó de pronto el anciano. «El nombre de la mujer del conde, me refiero», aclaró al ver que el camarero lo miraba extrañado. «Verá, desde que asistí ayer al entierro del conde, no hago más que darle vueltas. ¿Cómo se llamaba, cómo se llamaba? Y ya lo sé. Qué recuerdos, oiga. Éramos muy amigos, sí... Quizá usted haya oído hablar algo de su boda. Bueno, si se le puede llamar así, porque aquel matrimonio duró exactamente doce horas. Si le descuenta usted la hora y media de la misa, el traslado luego al cortijo del conde, la celebración por todo lo alto, que se alargó hasta bien entrada la madrugada, pues nada, en realidad. El escándalo fue mayúsculo porque en el cortijo estaba todo el pueblo, más las autoridades de la capital que habían llegado, el obispo, el gobernador, ya sabe. El conde, tan jovencito, se había enamorado de ella en la Universidad. Era de las pocas mujeres universitarias en aquella época, hace setenta años, y además era bellísima. Tenía una espesa cabellera de pelo negro, rizado, y los ojos verdes. Más bien ancha de caderas, eso sí, quizá para equilibrar un pecho portentoso, casi intimidatorio, diría yo. Cuando acabaron la carrera, no esperaron ni un mes: anunciaron la boda. Fue por todo lo alto, como corresponde. Una orquesta llegó de Madrid, el patio del cortijo brillaba con luces pequeñas que recorrían todo el pórtico como un firmamento en miniatura, y hubo baile hasta las cuatro de la madrugada. Ni media hora pasó, después de haberse quedado todo en silencio, cuando se oyó un grito enorme. Era el conde. Gritaba como un poseso, voces difíciles de apreciar, ininteligibles, porque eran una mezcla de llanto y de rabia. Subió a su berlina y se fue directo al cuartel de la Guardia Civil. Allí, de golpe, les contó lo ocurrido. Cuando subieron a la habitación, su mujer se quedó inmóvil, de pie junto a la cama. El se sentó en el borde y hundió su cabeza en el pecho. Lentamente, comenzó a desnudarla. Primero le soltó el pelo, luego le desabrochó poco a poco el vestido de novia, los hombros fuertes, los pechos turgentes, el vientre suave bañado por la luz de la luna… Hasta que llegó a la cintura, a la altura de sus ojos. Cuando le bajó la enagua, observó horrorizado que su bella esposa no era tal: junto a una diminuta vagina, pendía un pene de tamaño considerable. A las cinco y diez, un guardia civil firmó un atestado para certificar la denuncia y dar por anulado el matrimonio, ya que no se había consumado. No supe más de ella. Se marchó del pueblo aquella misma madrugada. Sólo sé que se llamaba Uriel, como uno de los arcángeles. De no haberlo ocultado el conde todos estos años, hoy sería el caso de hermafrodita humano más famoso de España».

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