Vértice
Puede ser una pesadilla, o quizá una obsesión que habla del destino de las cosas, de las vidas. Imaginemos dos calles que transcurren en ángulo recto hasta la esquina. En cada una de esas calles, camina apaciblemente una persona sin saber que, con cada paso que va dando, avanza hacia el encontronazo fortuito con la persona que, al mismo tiempo, transita por la otra calle. Imaginemos que ese encontronazo cambiará su vida. Si mientras camina, alguien o algo distrae la atención de una de esas personas, se detendrá un momento y, con esa decisión, habrá evitado el encontronazo que iba a cambiar su vida. El destino está en el vértice de esas calles, la pesadilla es saber que somos nosotros los que caminamos por las aceras sin saber qué sucede al otro lado, en la otra calle. Sin saber qué ocurrirá en la esquina.
El triángulo es la representación geométrica de la tragedia, la superficie sobre la que se edifica la fatalidad. En cada accidente, en cada desgracia, analizamos la cuenta atrás y, al desplegarla sobre la mesa como una secuencia, observamos aterrados la mortal ignorancia con la que las víctimas se encaminaban despreocupadas, a veces felices, hacia su propia muerte. El vértice es, en esa secuencia, la confluencia de todos los factores que acaban provocando la catástrofe.
Sin demasiados datos sobre el origen de la explosión de Huelva, que el miércoles segó la vida de dos personas y dejó gravemente heridos a otros dos obreros, el relato ya describe esa concatenación fatal, los peldaños negros del destino: una chispa prende una fuga de crudo ocasionada por el accidente de un camión y provoca una gran explosión en los combustibles almacenados. Sólo hay que imaginar el ambiente de la fábrica, cinco minutos antes de al explosión, para sentir el vértigo de antes, los pasos decididos con los que los obreros charlaban de sus vacaciones, de la dureza del turno de mañana con el calor asfixiante de agosto, del fin de semana en la playa... Caminan por la acera y al llegar a la esquina, alguien conecta el interruptor que, por una mala conexión, provoca la chispa que hace saltar un tanque de gasóleo por los aires. Ese vértice es la tragedia, la desolación. Punto y final a la secuencia.
Lorca contaba al piano la antigua leyenda del criado de un sultán de Marraquech que, cuando paseaba por la Medina, se encontró con la muerte. Corrió al lado de su amo y le contó espantado lo que le había sucedido; cómo la muerte se le había quedado mirando fijamente entre el revuelo de puestos y los gritos de los mercaderes. Le pidió un caballo para escapar lejos, quería marcharse a Rabat con los suyos. El amo accedió a sus deseos y le prestó su caballo más veloz. Luego se fue a la Medina para plantarle cara a la muerte. «¿Por qué asustas al mejor de mis criados? Es un gran hombre y ahora está aterrado». «No lo asustaba –respondió la muerte– sólo me sorprendí al verlo en Marraquech porque esta noche tenía una cita con él en Rabat».
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