Caza Mayor
Esta vez, al Rey no le ha salvado ni la ridícula desproporción de quienes lo critican. Son esas campañas antimonárquicas que brotan en cada oportunidad que se presenta y que, como suelen andar endebles de argumentos, acaban festejando lemas ridículos. Como ahora, tras conocerse el episodio de caza mayor de Don Juan Carlos en África, surgen algunos lemas tan absurdos que merecen el recuerdo y la posteridad. “Todos somos elefantes”, han comenzado a repicar en las protestas electrónicas del pásalo y sólo la carcajada instantánea puede redimir a los autores de la bobada. Todos somos elefantes… En fin. Pues ni eso, ni el patetismo de esos lemas, ha logrado salvar esta vez al Rey porque no parece que haya nadie en España que, en esta ocasión, pueda justificar su comportamiento. Y dada la fragilidad de la monarquía en España, al Rey sólo le va a quedar ya la disculpa pública y el compromiso de que abandona definitivamente sus aventuras cinegéticas que lo hacen parecer ante la sociedad un zar trasnochado. Otras veces, en controversias diversas, el Rey Juan Carlos ha sabido resolver el entuerto en el que se encontraba, él o alguien de su familia, con aquello que mejor sabe hacer, comunicar cercanía y sencillez a la ciudadanía. Ahora, no le queda otra salida que la de mirar a los ojos a los ciudadanos y asumir que nadie en España pueda comprender ni respaldar su comportamiento.
Cuando eso ocurra -que es lo que, a mi juicio, va a ocurrir en la manera y en el momento que determine la Casa Real (con alguna filtración, con algún gesto, con alguna frase intercalada en un discurso institucional)- ahí tendría que agotarse la polémica. Que también una democracia tiene que estar abierta a la disculpa del gobernante o del cargo público del que se conocen detalles de su vida privada que sorprenden o escandalizan. Quiere decirse que por mucho que todo el mundo censure el comportamiento del rey, no puede resultar baladí el hecho de que se trate de un asunto relacionado con su vida privada. ¿O es que alguien se va a asombrar ahora de que el Rey de España tenga treinta mil euros para gastarse en una batida de elefantes o, como es más probable, que tenga amigos influyentes que lo inviten a sus cacerías en África? La ejemplaridad que se exige siempre es la del ejercicio del cargo público; los actos de la vida privada sólo deben ser relevantes si afectan al desempeño de sus funciones y no parece que, en este caso, el rey haya desatendido ninguna de sus obligaciones.
No, no tiene defensa alguna el comportamiento del Rey, por lo que supone de frivolidad y de anacronismo esa cacería de elefantes, pero lo que no debería ocurrir ahora es que ese triste episodio se convierta en una campaña de caza mayor contra la Casa Real. La paradoja aquí sería que la misma sociedad que se muestra tan permisiva con la corrupción política, como hemos visto en diversos procesos electorales, en Andalucía o en Valencia, se vuelva ahora severa y exigente con un asunto que sólo atañe a la vida privada del rey y al dudoso placer de descerrajarle tres tiros a un animal. No convierte a Don Juan Carlos en mejor o peor rey que le guste la caza mayor en vez de cazar mariposas, ni que su vida sexual sea más o menos promiscua. Y quien quiera convertir esos episodios de vida privada en el balance de una monarquía está dañando, antes que a la monarquía, a la sociedad. Por el trastorno de valores, por la confusión de lo importante.
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