Positivar
En el boletín de informativos de la radio, oigo al presentador que, después de hablar de algunas corruptelas del día, decide cambiar de tema. «Ahora, vamos a positivar», afirma. Y ya me imaginaba yo al locutor, dejando su silla apresuradamente, para meterse en otro estudio, a oscuras y sin micrófonos, para revelar fotografías. Pero no. «Positivar», como diría el mismo tal, es «hablar en positivo». Y es lo que hizo, comenzar a relatar noticias de «puestas en valor» de «políticas tendentes» y de «proyectos orientados» a cualquier chorrada.
En España, la generación diaria de barbaridades en el lenguaje no tiene parangón en ningún otro sector productivo, científico o literario. No digamos en la política, que se ha creado un lenguaje propio, lleno de eufemismos y palabros incomprensibles, para poder llenar horas de discurso sin decir nada. Lo peor, en cualquier caso, es que la aceptación inmediata que tienen esos giros imposibles del lenguaje es apabullante. Qué efectividad, oiga, qué público tan proclive a introducir en su lenguaje los términos inventados con la certeza de que no hay lenguaje más culto que aquel que se recrea en el intrincado mundo del loqueismo. En nada y menos, ya veremos cómo el personal se adueña de la palabra «positivar» y comienza a aplicarla a cualquier aspecto de su vida. «Lo que es positivar», que le dirán pronto en cualquier sobremesa.
De todas formas, como todas las expresiones que tienen su origen en la clase política, lo de «positivar» tiene un trasfondo mayor. Lo estamos viendo estos días, por la proliferación de mensajes sobre el hartazgo del periodismo de denuncia y la necesidad de volver a un periodismo amable, bonito. Nada de crispaciones. Lo plasmó muy bien hace un par de días Eduardo Mendicutti, en estas mismas páginas. «Lo que necesitamos ahora, por dios, es un columnismo despolitizado, y no esta patulea de analistas sesgados y arremangados que no hacen más que darle vueltas al ‘caso Matsa’ y otros supuestos nepotismos de Chaves, a la supuesta gran evasión del caso Gürtel (…) y otras monsergas igual de pesadas».
Pues nada, todos a positivar. Como en aquella canción de Silvio Rodríguez, «Te quiero, mi amor,/ no me dejes solo./ No puedo estar sin ti/ mira que yo lloro./ ¿No ven?, ya soy decente: me fue fácil./ Que el público se agrupe y que me aclame». Igual que Mendicutti, otros muchos aconsejan lo mismo, más literatura y menos denuncias. «Hay más realidad en la literatura que en el periodismo», me apunta en internet la ex portavoz de Izquierda Unida, Concha Caballero.
En fin, que se puede entender el hartazgo de la política, pero lo que ya es más difícil de asumir es el desnorte. Cuando un ser normal llega a la conclusión de que las corruptelas son monsergas, en ese momento, en ese preciso instante, tendría que tentarse la ropa porque algo no funciona bien en su escala de valores. Sobre todo porque para que se conozcan las corruptelas, que siempre acaban supurando en un cuerpo democrático enfermo de poder, es necesario que haya periodistas que pongan por delante la incomodidad evidente de las denuncias a la apacible vida del reportaje amable. No, no, no son iguales las monsergas y las denuncias de prensa.
«La obligación del periodista es la rebeldía ante el poder», defiende Francisco Rubiales en su libro Periodistas sometidos. Los perros del poder (Almuzara). Y añade: «Los periodistas sometidos al poder pueden esperar dinero, no honor o respeto». Pues eso. Que otros se dediquen a positivar; nosotros a lo nuestro. Eso que llaman monsergas.
Etiquetas: Periodismo, Política, Sociedad
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