Ayer fue lunes
Dices que temes lo peor, que tu marido se pasa las horas encerrado en el salón, con la televisión apagada, las cortinas echadas, todo en silencio; silencio negro que se rompe con suspiros hondos que parecen salir del fondo de un pozo, y otra vez sollozos. Dices que nunca has visto a tu marido llorar, como ahora, porque hace dos semanas, un lunes como ayer, se le rompieron de golpe todos los planes del futuro. Lo han dejado parado. Iba para treinta años en la misma empresa, y lo han dejado parado, sí. A él, a sus cincuenta y pocos; a él, que no le temía a las carreteras heladas, ateridas, del invierno ni al asfalto pegajoso del verano, chicle caliente, y siempre con la misma cantinela, ‘que a ver si os enteráis, que los camioneros somos los que mantenemos un país, que sin nosotros nada funciona’; a él, con toda su veteranía a cuestas, unos discos de Machín en la guantera y al fondo de la cabina, extendida, la bufanda que le regalaron unos amigos en su aniversario de boda: «Miguel, más kilómetros que el Baúl de la Piquer».
Dices que no encuentras palabras de consuelo, que mil veces le has repetido que con el dinero del despido y con tu sueldo de enfermera no vais a pasar apuros, que el piso está pagado y los niños criados; que sí, que todavía viven con vosotros pero habéis tenido suerte, y son chicos formales, trabajadores, y buena gente, que es lo que hace falta; que tu marido siempre lo ha dicho, él, que no tenía estudios, nunca le faltaba el trabajo porque tenía tres carreras, la de la formalidad, la del trabajo y la de la buena gente. Le recuerdas el olfato que tuvo cuando, al final, decidió no meterse en el piso de la playa, que él, desde el camión, sí que vio hace años como se nos echaba encima la crisis, no como el otro, el Zapatero, pero nada, ni el respiro de no tener que hacerle frente ahora a una hipoteca le sirve de consuelo. Y tú ya no sabes qué más decir, ni qué hacer, porque lo ves allí, llorando como al que se le ha muerto el futuro y tiene el cadáver entre sus brazos sin saber qué hacer.
Dices que no quiere salir de casa porque conoce el recorrido de otros vecinos del barrio, que también se quedaron tirados y sólo encontraban consuelo en el bar, y allí se pasaban las horas, empalmando ducados y cervezas, hasta que se les veía caminar, dando tumbos por las aceras, camino de ninguna parte. No quiere que le ocurra igual, conoce bien ese patetismo porque lo ha visto en otros, y prefiere quedarse allí, sentado en el sofá, mascullando el lunes que cuando lo llamaron al despacho y, en vez de la ruta de la semana, le dieron el finiquito. Y tú le preguntas a tus amigos y a tus compañeros de trabajo que cuándo se acabará la crisis, que cuándo habrá otra vez trabajo, y los del sindicato te han dicho que no te hagas muchas esperanzas, que la nueva reforma laboral va a acabar con el trabajo de muchos como tu marido, pero que va a emplear a otros más jóvenes, con contratos laborales y sueldos más bajos.
Dices que le temes a los lunes, otra semana más, otra vez a empezar, a subir una cuesta sin esperanzas, a tragar saliva, a repetir la misma secuencia de angustia en el sofá. Y calculas cuánta gente hay como tú, y a cuántos más los habrán llamado al despacho de personal, porque ayer fue lunes y los periódicos decían que medio millón de personas han sido despedidas sin motivo. Como a tu marido. Sin motivo y sin futuro. Dices que temes lo peor, y eso que ya ha pasado el lunes.
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