El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

30 septiembre 2010

Viento platanero



Si la esperanza es el último asidero de un hombre, también lo es de un pueblo. Y a partir de la esperanza, se abren las puertas de la creación, se respira el aire de un nuevo impulso, se encienden las luces de la imaginación. Por esa razón, por ejemplo, porque nos agarramos a esa ilusión, un dictador, comunista o fascista, jamás logrará la aniquilación moral de un pueblo, por mucho que extienda el terror, el miedo, por la epidermis de un país como una grasa. En eso, los cubanos son envidiables, y lo demuestran a diario en el lenguaje, en la riqueza de sus expresiones. Ahora, cuando el régimen castrista ha comenzado a apilar nuevos recortes económicos a la asfixiante situación del pueblo cubano, una sola frase de esa gente se convierte en la muestra más evidente de la esperanza que sigue viva allí, la del ingenio, la de la imaginación. Le han preguntado a Alina en un reportaje de prensa por la tiesura económica y ella, que es funcionaria pública, que a lo mejor pierde su trabajo por las regulaciones de empleo público que ha comenzado a aplicar el dictador; ella, que sabe, como sus compañeros, que después de una vida «echada en el funcionariado» le quedan pocas salidas, ha contestado que lo del aumento del precio en el combustible es sólo «un viento platanero», que lo peor está por llegar. Y lo ha definido con una frase imborrable: «lo que se nos viene encima es mucho con demasiado, se lo digo yo».

«Mucho con demasiado». No hay expresión mejor, más precisa, más rica, para definir los temores apocalípticos de esta gente. El uso de la preposición, de esa preposición que suma la fuerza de dos adjetivos expansivos, constituye, dentro de la penuria, una muestra de que ese pueblo cubano sigue vivo en lo esencial, su carácter, su ingenio. ¿Qué puede ser más que «mucho con demasiado»? Nada, claro. Y el «viento platanero» debe ser el soplo débil que, cuando se cuela en la plantación, agita las hojas enormes de las palmeras, verdes y secas, con el estruendo de un huracán. Pero es sólo eso, el ruido pasajero de un viento débil.

Ayer, mientras en España se agitaban los piquetes para salvar la huelga general, pensaba que el mismo diagnóstico se le podría aplicar a la situación española. Lo de la huelga de ayer, es verdad, no ha sido nada, un «viento platanero», no más. De todas las huelgas habidas en España, ésta ha sido la primera en la que nadie ha creído jamás, ni los convocantes ni los convocados. Tampoco los que la han provocado, el Gobierno con sus medidas. Los sindicatos, porque las huelgas generales siempre tienen un trasfondo de huelgas políticas; se piden cambiar reforma, pero lo que se pretende de verdad es tumbar a un Gobierno. No ha sido el caso; nunca se ha pretendido dañar al Gobierno sino a su etéreo avatar. El Gobierno, de la misma forma, ha extendido el mensaje de que éste era un enfrentamiento tolerable, una pelea sin importancia entre «fuerzas hermanas», como se ha oído decir. Y los convocados, los trabajadores, porque, como se vio ayer, recelan de los sindicatos tanto como del Gobierno. Parece lógico que, si el personal no se fía ni del Gobierno ni de los sindicatos, para qué va a secundar una huelga que persigue que los dos se sienten a negociar. No, nadie confía en una negociación entre dos agentes que ni reformaron la economía ni convocaron huelgas en el mayor momento de crecimiento del paro. En ésas, la gente mira a su alrededor, le echa un vistazo al frente y concluye que, como no cambie la cosa, lo peor es que lo que nos queda por delante es «mucho con demasiado». Lo demás, para qué molestarse, «viento platanero».

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29 septiembre 2010

Mi pillo favorito



De todos los pillos de la Malaya, mi preferido siempre ha sido Carlos Fernández, que me invitaba a rusas en Marbella como quien invita a ensaladilla en la Alicantina. Rusa por supuesto. La ensaladilla. Descolgabas el teléfono, y después de una conversación en la que juraba en arameo por la legalidad de todo lo que hacían en el Ayuntamiento, el tipo relajaba el tono e invitaba a una noche de lujos y desmesuras. El conocía mi respuesta, claro, siempre la misma, pero quizá por eso insistía en cada conversación, quizá porque se entretenía jugando con alguien como yo, bordeándolo, tentándolo, o porque le gustaba arrimarse al periódico con el morbo de un torero, para tocarle las asta al toro que había empitonado a tantos de su alrededor.

De todas formas, mi pillo favorito, que ahora está en búsqueda y captura, siempre se paseó por las redacciones de los periódicos y por la política con el traje bien planchado de azote de la corrupción del Gil. Carlos Fernández, Carlitos Fernández, como le decían algunos en Marbella, se presentó en un congreso del Partido Andalucista y, en muy poco tiempo, ya se codeaba con los más veteranos de la dirección nacionalista y les daba lecciones desde la tribuna de oradores. «¿Quieren saber ustedes qué es la renovación? Yo soy la renovación», le oí decir en un Congreso andalucista y, desde entonces, mi fascinación por su desparpajo sólo fue en aumento. Se hizo andalucista como un día se hizo gilista, por el mismo proceso mental que llevó en su día a Jesús Gil a pasar de empresario extorsionado por alcaldes corruptos, a hacerse dueño de aquella fábrica de comisiones ilegales. Estar a un lado u otro de la corrupción sólo era para ellos una cuestión de rentabilidad.

Mi pillo favorito, condenado por el Supremo en una de las causas que tenía pendiente de su primera etapa en Marbella, debía esconder, además, algunos secretos inconfesables. Se hizo amigo y pariente, al menos eso decía, de uno de los grandes enigmas de Marbella, el potentado Binstock, del que hablaba como si fuera un abuelito humilde, un incomprendido benefactor. Una vez se ofreció a presentármelo; le envié por correo un cuestionario de las preguntas que pensaba hacerle en la entrevista y nunca más volvió a sugerirlo. Con Roca, volvió a pasarle lo mismo.

Antes de desaparecer, o de que lo desaparecieran en algún aeropuerto sudamericano, llamaba por teléfono y se pavoneaba con la retransmisión de todo aquello que iba a ocurrir en el caso Malaya, las detenciones que estaban por venir. Era cuestión de venganza, vendetta sin reparos. Decía que, igual que un día le juró a Gil que lo mandaría a los tribunales, ahora le ocurriría lo mismo a las dos mujeres que lo echaron del gobierno municipal. ¿Confidente de la Policía? ¿Testigo protegido? En la Policía lo niegan, sí, pero nadie ha explicado aún cómo es posible que Carlos Fernández se fugara con tranquilidad muy pocas horas antes de que se dictara su orden internacional de búsqueda y captura. Estaba en la trama y, de todos, sólo él desapareció un cuarto de hora antes de que lo imputaran. La policía archivó su búsqueda. Caso cerrado. Ahora dicen que anda por Marruecos, algún verano dicen que lo han visto en las fiestas de Marbella con una peluca de rizos y unas bermudas de flores y otros afirman que sicarios sirios lo buscan por unas cuentas pendientes. Fernández, qué tipo. Un pillo de novela, más propio de un guión de Bielinsky, como aquel de Nueve Reinas. Carlitos, qué pillo. Por esa naturalidad para cometer el delito como si invitara a ensaladilla. Rusa por supuesto. La ensaladilla.

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28 septiembre 2010

Desnudos



Fue un viejo policía de homicidios, el inspector Curioles, quien me alertó de los pinchazos telefónicos. Acabábamos de tomar café en una de esas tabernas inmundas a las que acudía para sentirse libre entre la gente que ya lo había perdido todo y sólo le quedaba el consuelo de la barra. Se bebió de un trago una copa de Magno, aplastó con el pulgar la colilla del ducados y me miró fijamente: «Cualquiera puede rehabilitarse de una condena, pero nadie se repone de una grabación telefónica». Aquel tipo sabía lo que decía, después de tanto tiempo detrás de violadores y carteristas, psicópatas de guante blanco y ladrones de medias negras, lo pusieron a investigar un caso de corrupción y quedó espantado de la ingenuidad de los delincuentes políticos. «Se piensan que hablan por teléfono y nadie los escucha y, luego, cuando se ven en las grabaciones, transcritos en un atestado policial, ya no se reponen jamás de esa condena».

Sí, es así, porque una sentencia tiene siempre matices y recursos, interpretaciones jurídicas y justificaciones legales, de forma que esos tipos, expertos en envolverlo todo en una maraña de palabras, expertos en simulación y oscuridad, son capaces de mirarte a los ojos y negar cien veces que han sido condenados por cobrar comisiones ilegales. Se suben a una tribuna y, además de negarlo, querrán que la gente de apiade de ellos. Todo cambia cuando los han sorprendido en una grabación telefónica. Cuando un policía, como hacía el inspector Curioles, se sentaba delante de la Olivetti y transcribía el lenguaje chusco y grosero de esos tipos, ya no hay justificación ni simulación posible. El lenguaje de los implicados en un caso de corrupción política es el que nos da la verdadera dimensión de esa inmundicia. Como las cintas del Malaya, «que no soltamos ni un puto papel si no nos pagan, que es que yo ya estoy en plan germánico». Y luego se repartían el dinero en sobres de colores.

Por eso, la primera batalla de un proceso penal por corrupción siempre será la de la nulidad de las escuchas telefónicas. Después de que en el ‘caso Ollero’ los abogados le ganaran la partida a la propia evidencia, la evidencia de haber trincado a un tipo con un maletín cargado de billetes y quedar libre por la anulación de las escuchas telefónicas, después de aquello, todas las defensas piden al iniciarse el juicio que se anulen las grabaciones. Como ayer en el ‘caso malaya’. Sólo que esta vez, para desgracia de las defensas, esa batalla ya se ha librado; la resolvió el Tribunal Supremo en una pieza separada del ‘caso Malaya’, la del juez Urquía, y ya estableció entonces que las escuchas eran legales. Lo han intentado para borrar la condena mayor de verse desnudos frente a todos, sin nada que poder decir para explicar la crudeza con la que se narra la corrupción en esos atestados policiales.

Yo le expliqué al inspector Curioles que no era la ingenuidad lo lleva a un político corrupto a hablar por teléfono como si nadie lo estuviera oyendo, que era la soberbia del poder, ese estado mental de prepotencia en el que esa gente se considera intocable, inmune a todo. Se lo dije, pero ya no me prestaba atención. De tanto ver, esos policías siempre se han perdido en el pozo de su propia mirada.

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27 septiembre 2010

Carta a Mr. S.



Era inevitable que hoy me acordara de ti. Por lo que dijiste, por lo que dijimos. Por aquella discusión que acabó en tormenta porque tú pensabas que yo no te entendía y yo decía que eras tú quien no lograba desprenderse de sus contradicciones. ¿Sabes una cosa? Lo peor de las tormentas es que cuando llega la calma ya estás solo y ya no eres capaz de explicarle nada al barro que queda en los pies tras el aguacero. Quizá por eso esta carta, Mr. S., porque ya ha pasado tiempo, ya el barro se ha secado, y ahora veo que los dos cometimos excesos. Es normal, es desolador, pero es así: hay conversaciones, como los textos que escribimos con la impotencia de no reflejar lo que sentimos, que nos gustaría que duraran siempre, que no se cerraran jamás, porque siempre se quiere añadir la última palabra, el último matiz, con la esperanza de que el otro te comprenda. Ya sé, eso sólo se produce cuando el otro te importa.

Déjame, si te parece, que te llames Míster, sólo Míster S., con la ‘s’ de silencio, la ‘s’ de secreto, la ‘s’ de sinceridad, pero también la ‘s’ de soledad. Te llamaré así, Míster S., porque sabes que nunca revelaré aquello que con tanta pasión me contaste. Hablábamos de política y tú, que vives desde hace años de la política, me dijiste que nadie puede imaginarse de verdad lo que se esconde tras la política, y empleabas la palabra ‘dureza’ para describir la permanencia en ese mundo; dureza como un valor de resistencia en ese submundo de celos, de rivalidad, de ansias de poder, pero también de privilegios, de dinero. Sí, Míster, de dinero, porque al final casi todo se reduce a eso, al dinero. Y yo, que desde hace años lo percibo, que sé desde hace años que las cañerías de la política, tan mitificadas por los políticos, lo que esconden son ambiciones y delirios personales, me revolvía para decirte que nadie puede participar en política sin, por acción o por omisión, participar de esa podredumbre. Que basta silenciar un acto de deshonestidad, de enriquecimiento ilegítimo, por obediencia a un partido, por lealtad a unas siglas, para formar parte del mismo marasmo de corrupción. Es la contradicción insalvable de disculpar aquello que como partido consideráis materia reservada.

Tú replicabas, Míster, que sólo desde la política se pueden cambiar los vicios de la política, que sólo desde dentro se pueden combatir las inmundicias; que la generalización arrolla a los muchos que sí creéis en el servicio público, a los que estáis en política a cambio de muchas horas de trabajo, a los que pensáis que el poder una herramienta de ayuda a los demás, para solucionar problemas; que la peor renuncia sería volver la cara y dejar la política en manos de quienes se aprovechan de ella.

Ha pasado el tiempo, Míster, tú sigues en política y yo, ya ves, mantengo la misma crítica a ese universo de privilegios, esa casta, esa nueva clase social que se perpetúa con la democracia. Por eso me he acordado hoy de ti, porque cuando he leído que hoy, en Málaga, comienza el juicio por el mayor caso de corrupción de España, he reparado en nuestra conversación y he concluido que a ese juicio no llegaremos nunca. El ‘caso Malaya’ es sólo un fragmento trufado de porquería rosa. El problema es que la corrupción forma parte de la política. Hablamos, discutimos, y hoy, enredado en el desconcierto, me llega el respiro de saber que, al menos, en ese submundo que detesto hay gente como tú. Quizá, Mr. S., por eso esta carta.

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24 septiembre 2010

Desiguales



En política, un acuerdo vale más que mil palabras. Podríamos pasarnos la vida discutiendo sobre la naturaleza del modelo territorial español, cien veces negarán las diferencias entre comunidades y cien veces más afirmarán que no es cierto que la asimetría que ya contenía la Constitución haya alcanzado con el Gobierno de Zapatero destellos de confederación. Pero sobre esa montaña de palabras, un solo acuerdo despeja el camino: ¿Quieren saber qué es la asimetría autonómica? Pues es muy fácil, la asimetría es otorgarle las mayores bonificaciones a las empresas para creación de empleo a la región que tiene menos paro de España y negárselas a las que tienen más paro. Esa es la asimetría, el trato desigual entre regiones en los asuntos que tendría que estar regulados desde el Estado para garantizar la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos españoles.

En el País Vasco, que en la Transición tenía un 25 por ciento de paro, se había logrado el pleno empleo antes de la crisis económica; ahora la tasa de paro no llega al diez por ciento. En Andalucía, en los treinta años de autonomía, el paro siempre ha estado por encima del quince por ciento y ahora se acerca al treinta por ciento. A las dos autonomías se le han transferido las Políticas Activas de Empleo, pero con una diferencia fundamental: sólo al País Vasco –a ninguna otra comunidad autónoma en España, tampoco a Cataluña– se le añaden las bonificaciones a las empresas. Es decir, a partir de ahora, mientras que el País Vasco podrá ofrecer a las empresas que creen empleo cotizaciones más bajas a la Seguridad Social, en Andalucía las empresas no contarán con esa ventaja. La suma del concierto económico y las bonificaciones a las empresas hacen del País Vasco una región con la que ninguna otra en España podrá competir; una región en la que sus ciudadanos dispondrán de más recursos, más servicios y más posibilidades que los del resto de España. Ésa es la España asimétrica. En el País Vasco habrá más dinero para universidades, para carreteras y para hospitales porque el concierto económico lo garantiza. Y habrá más empresas, más empleo y más actividad económica gracias a este último acuerdo con el que Zapatero salva su legislatura.

Entre tanto, en Andalucía, la transferencia de las políticas activas de Empleo, sin bonificaciones a empresas, lo que ha provocado es un caos burocrático del que ahora se pretende salir: Al cabo de varios años de gestión de las competencias por parte de la Junta de Andalucía, la red burocrática del Servicio Andaluz de Empleo ha crecido exponencialmente y se ha hecho más ineficaz. Hace unos meses, la propia Junta de Andalucía reconoció que el Servicio Andaluz de Empleo sólo gestiona el 15 por ciento de las ofertas laborales y los nuevos contratos y que se impone una profunda reforma.

¿Se aprecian las diferencias competenciales entre la comunidad con más paro, Andalucía, y la región con menos desempleo, el País Vasco? Pues todavía habrá quien insista en que todos los españoles gozan de las mismas oportunidades. ComoChaves y Zarrías que, ironías del destino, han sido los encargados de negociar las transferencias de Empleo al País Vasco, de la misma forma que en su día negociaron las que llegaron a Andalucía. Asimetría. ¿Se entiende ahora el concepto político? Asimetría es este atropello a la igualdad.

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22 septiembre 2010

Celia se fue



Se acordarán de Celia. Era aquella mujer que en la posguerra se quedó sin marido. Se quedó sola en un caserón viejo, con goteras en el salón, dos vacas en el establo, un traje de luto gastado y cinco bocas que alimentar. Hasta las migajas del pan le disputaban a las hormigas cuando la madre recogía el mantel de hule y las sobras se caían sobre la mesa. Pero ella, con el marido muerto, de cuerpo presente, fue la primera en secarse las lágrimas; tiró el pañuelo empapado sobre la tumba y juró mirando al cielo que sacaría adelante a sus hijos. Sí, se acordarán de ella porque fue hace dos años cuando se supo que una pena la estaba matando: Una mañana, cuando se despertó, se dio cuenta de que había abandonado a sus hijos y, por más que los buscaba, no los encontraba. Sin saber cómo, sin saber por qué, Celia se vio de repente atrapada en un piso del que no la dejaban salir para acudir al campo, al pueblo, a su casa, a recuperar a sus hijos y cumplir la promesa que le hizo a su marido.

Celia vivía en ese mundo cuando sus hijos, que ya llevaban varios años luchando contra el Alzheimer, recibieron la resolución final de los Servicios Sociales: ‘Resuelvo reconocerle el Grado III, Nivel I de Gran Dependencia. Los servicios o prestaciones que le corresponden serán los que determine el programa individual de atención’. Fue una gran decepción porque, al final de todo el camino, de tantos trámites, de tantos papeles; al final de tantas ilusiones, la letra pequeña de la Ley de Dependencia los conducía al mismo centro de día del que ya disfrutaban y al servicio de teleasistencia del que ya disponían. La ayuda económica por la que suspiraban no estaba disponible. Otra vez de vuelta a la rutina corrosiva del día a día, en aquel piso que se había convertido en una fortificación para que la abuela no se escapara de noche a buscar a sus hijos pequeños, que la estaban esperando cincuenta años atrás.

Sólo el deteriorio físico, la extenuación, la certeza de aquella enfermedad los arrastraría a todos, llevó a sus hijos a ingresarla en una residencia cercana, que pagan con el dinero de la pensión. Ayer, mientras la radio daba la noticia de la ayuda de 1.800 euros «para las mujeres andaluzas que sufrieron la represión durante la Guerra Civil y la dictadura franquista» pensé en Juan Antonio, su hijo. La noticia debió llenarlo de incertidumbre e irritación. ¿Cómo entender que la política consiste en la aprobación incesante de nuevos derechos mientras se van congelando por falta de presupuesto los derechos precedentes? Se reparan injusticias cometidas hace ochenta años y se ignoran las necesidades de la actualidad. Celia es sólo un caso, pero cuántos esperan una ayuda para sobrellevar el calvario de una dependencia.

La última vez que lo vi me dijo que todas las mañanas iba a visitar a su madre. En el jardín de la residencia, a veces le pregunta por su marido, por sus hijos. Celia encoge los ojos y, sin decir nada, le acaricia la cara con la sonrisa perdida, eterna, de un enfermo de Alzheimer.

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21 septiembre 2010

Auge radical



En la apacible Suecia, cuna de la socialdemocracia, tierra prometida del estado del Bienestar, abanderada desde hace decenios, como los demás países nórdicos, de los índices de desarrollo humano (los que se miden por parámetros de progreso como la calidad de la educación, los elevados niveles de renta o la esperanza de tener una vida larga y saludable), en ese paraíso de civilización la extrema derecha acaba de entrar por primera vez en el Parlamento y la socialdemocracia ha sufrido su mayor derrota en noventa años. En esa Jauja a la que todos aspiramos, un joven de 31 años, con modernas gafas de diseño, elegantes trajes y educados modales, le ha colocado a la extrema derecha una etiqueta suave de presentación, ‘Demócratas de Suecia’, y ha revestido el radicalismo de una inquietante naturalidad. El mensaje que trasladaba era sencillo: se trata de que Suecia siga siendo Suecia. Si nos hemos pasado la vida defendiendo el modo de vida de Suecia, ¿alguien puede ponerle reparos a que Suecia siga siendo Suecia?

Luego colocó un anuncio en televisión que, más que propaganda electoral, parecía un cortometraje de Alfred Hitchcock. Una anciana camina por una acera con la ayuda de un caminador, uno de esos bastones de cuatro patas. Todo parece normal hasta que se percibe un gesto de angustia en la anciana: camina con el paso acelerado y la respiración entrecortada. Hay un semblante de miedo en su cara, muy pálida. Sin detenerse, la anciana mira hacia atrás nerviosa y, con su cabeza, la cámara gira también para que el espectador descubra a sus espaldas un numeroso grupo de mujeres cubiertas con velos negros que empujan, a grandes zancadas, cochecitos infantiles. El anuncio termina cuando esas mujeres con burka o con velo negro alcanzan a la anciana desvalida, la superan y, finalmente, desaparece de la escena. Entonces una voz en off remata la faena: "La política es cuestión de prioridades. El 19 de septiembre tú decides si recortamos las pensiones o recortamos la inmigración".

La brutalidad del reportaje se evidencia con el único dato de que la población extranjera que reside en Suecia sólo alcanza el catorce por ciento (en Andalucía, muchos municipios triplican y cuadruplican ese porcentaje), pero ha sido suficiente para que ese partido radical supere las encuestas haya conseguido casi el seis por ciento de los votos. La cuestión, por tanto, a mi juicio, no está tanto en censurar, como se hace, que “una ola xenófoba” ha sacudido Suecia, que es la salida más facilona, sino en encontrar explicaciones de por qué los partidos tradicionales dejan de aparecer ante una parte del electorado como respuestas a sus problemas más comunes. La inmigración, la crisis económica, la inseguridad o el deterioro de algunos valores tradicionales. El problema es de la política, no de la sociedad.

Es más, nos equivocamos si pensamos que la irrupción de la extrema derecha es consecuencia de la radicalización de la derecha convencional, con lo que la izquierda evita cualquier autocrítica. En Suecia, de hecho, la socialdemocracia ha gobernado casi en exclusiva: seis décadas de gobierno en los últimos setenta a. Si Suecia, la moderada, tolerante y liberal Suecia, era hasta ahora el paradigma de nuestros sueños de progreso, a partir de ahora también debería servir de ejemplo de nuestras pesadillas de involución.

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20 septiembre 2010

Sífifo dichoso



Hay un aspecto en el peregrinaje eterno de Sísifo que bien podría valer para compararlo a una democracia. En ese constante ir y venir que lo lleva a arrastrar una piedra desde el valle hasta la cumbre, para que la mole se despeñe otra vez hacia la ladera y vuelta a empezar para escalar otra vez con el peñasco, podemos encontrar algunos de los valores esenciales de una democracia, la certeza de que el esfuerzo nunca se acaba, de que la tarea nunca se completa. La idea de que siempre se ha de volver a empezar. Esa imagen de Sísifo, que está muy alejada de la condena del personaje mitológico, la han utilizado algunos pensadores para rescatar un ‘Sísifo dichoso’, capaz de superar las adversidades y tener la fortaleza de comenzar de nuevo su trabajo, de renovarse a sí mismo sin dejarse batir por el cansancio ni las adversidades. Si lo vemos de esta forma, la democracia tiene que ser ese ‘Sísifo dichoso’ porque siempre tiene que estar dispuesta a comenzar, a avanzar sin mirar atrás; cambiar para continuar. También la democracia es saber comenzar de nuevo, sin bajar los brazos, aún sabiendo que nunca se alcanzará el estado ideal. Y se instala entre todos la evidencia de que, cuando se culmina un ciclo, no se trata del final sino del principio de una nueva etapa. De ahí la necesidad básica de la alternancia.

Por esa certeza de que el verdadero aceite del engranaje de una democracia es la alternancia, no ha habido un lema electoral más repetido que el anuncio y la promesa del cambio. El cambio lo encarnaba Adolfo Suárez a la muerte del dictador, Felipe González lo convirtió en una fuerza arrolladora, Aznar lo utilizó con ‘lluvia fina’ en la degeneración del felipismo y, de forma abrupta, irrumpió en la vida política de Zapatero tras aquel atentado infame, sangriento y desolador. Ahora, como ayer en Antequera, los dirigentes del PP nos hacen ver que la piedra ha vuelto a caer al valle y nos ofrecen el mismo lema, «cambio», para comenzar de nuevo. Es así, debe ser así: alternancia y revitalización de la idea misma de una democracia, con nuevos impulsos, con nuevas maneras, con nuevas personas.

Lo que ocurre es que el cambio en una democracia no es un objetivo en sí mismo: el cambio necesita de propuestas nuevas. González lo sintetizó con una idea simple: cambiar para que España funcione. La necesidad urgente del Partido Popular, tanto en España como en Andalucía, es la de conectar la idea de cambio con la propuesta clara de lo que se quiere cambiar. El mitin de ayer de Antequera, como el de hace un año en Dos Hermanas, tiene para el Partido Popular el valor sociológico de presentarse ante la sociedad andaluza como un partido político capaz de movilizar a miles de personas; el mitin es un ‘quita complejos’ frente al partido único, el discurso único y el miedo de régimen. Pero, una vez logrado eso, falta lo esencial: ¿cambio para qué?

Es verdad que la «gran poda» de la burocracia política anunciada ayer por Rajoy y Arenas avanza por ese camino de propuestas de cambio con contenido. Pero es insuficiente. Quizá lo que exige el momento político y económico sea una revolución mayor, una osadía mayor, un atrevimiento mayor. Hasta entonces, las encuestas dirán, como ahora, que el PP avanza, pero sobre todo por el deterioro de su rival. Y eso, en fin, es lo peor que nos puede pasar. Ya dijo Bertolt Brecht que «la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer». En esas andamos. A la búsqueda de Sísifo dichoso.

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18 septiembre 2010

Dulce de leche



El orador caminaba con torpeza hacia el atril, abrumado por el silencio repentino que se hizo cuando el presentador mencionó su nombre. Le pesaban las piernas al andar, como si caminara hacia el patíbulo. Al pasar por la mesa de Su Majestad el Rey, se volvió para inclinar levemente la cabeza. Nunca, en los cuarenta años de exilio, habría podido figurarse que llegaría este día: Franco muerto, la democracia restaurada en España y el Rey de todos los españoles de visita en Argentina. Y él, que en ese momento presidía la asociación de inmigrantes, era el responsable de pronunciar un discurso de bienvenida a Don Juan Carlos. Golpeó el micrófono con unos toquecitos para comprobar que estaba encendido, miró a su familia, otra vez al Rey, y comenzó a leer su discurso. Tan nervioso estaba, tanto le aisló el sonido de su voz amplificado por la megafonía, que muy pronto su cabeza se declaró independiente: aunque nadie lo supiera, en el atril había dos hombres, el que mecánicamente leía el discurso y el que pensaba en otras cosas mientras auscultaba los gestos del auditorio. De forma mecánica y meticulosa, leía cada folio y, con la yema de los dedos, lo colocaba suavemente al final del discurso. Lo que ocurrió después es fruto de esa abstracción. Llegó al final del discurso y, como estaba tan enfrascado en sus pensamientos paralelos, no reparó en que comenzó a leer otra vez los primeros folios del discurso. Cuando al fin se bajó del atril, el Rey le correspondió como un Borbón: «Me ha gustado tanto su discurso, que no me hubiera importado escucharlo por tercera vez». Los comensales, exiliados e inmigrantes españoles, sonrieron y acabaron sus postres de dulce de leche.

Algo parecido (la anécdota la contaba el general Fernández Campo) le debió ocurrir ayer a Javier Arenas en el Parlamento, que se le traspapelaron los discursos o que decidió recrearse, porque volvió a repetir el mismo de hace dos meses. Hasta los gestos para los fotógrafos eran idénticos. Para ser la primera sesión plenaria después de las vacaciones, no puede ser más decepcionante el comienzo del curso parlamentario. Griñán, relajado, no replicó como el Rey, pero casi: Hasta se permitió disculpar a Arenas ante el pleno, aludiendo al ‘poco tiempo’ que ha tenido para prepararlo por su lesión veraniega de rodilla.

Claro que, si es por repetición, tampoco Griñán puede señalar a nadie después de haber repetido mil veces la misma cantinela melosa de los brotes verdes de la economía y el liderazgo andaluz en la salida de la crisis. Por eso, bien mirado, el problema es mayor, trasciende de la sesión de ayer; el problema principal es el propio Parlamento andaluz. El problema es el de un modelo político periclitado. El problema es la parálisis de la autonomía. Y todo eso confluye en cada sesión plenaria. Como ayer. Espesura y reiteración. Quien haya probado alguna vez el dulce de leche, comprenderá la metáfora.

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16 septiembre 2010

Inmovilidad



Hace unas semanas propuse sin éxito en el periódico un debate público en internet sobre el perímetro de la barriga del concejal de Movilidad del Ayuntamiento de Sevilla. Si, ya sé, la idea es muy cafre y habrá quien diga que si el debate, en vez de sobre políticos, se realiza sobre el contorno de algunos periodistas, yo sería de los primeros en saltar a la arena. Vale, es verdad. Pero no es de gordura de lo que hablaba sino de imágenes, del valor de la imagen en política, de la importancia de la apariencia, del valor eterno de la representación física, palpable, de los ideales que se proclaman. Y a partir de ahí, se podría seguir hablando del engaño burdo y pomposo de todas esas delegaciones de movilidad sostenible de las ciudades y de sostenibilidad movible de las infraestructuras.

En eso, la foto en la que aparecía el concejal de Movilidad del Sevilla era muy esclarecedora porque todo el mundo se haría la misma pregunta: «¿Movilidad, dice usted, precisamente usted?» De hecho, con la foto delante, cualquiera podría identificar sin el más mínimo error a los protagonistas de la foto, sin haber pisado siquiera la capital andaluza. Aparecía un tipo orondo, en primer plano, con camisa de manga corta. A su lado, otro, que le informaba, con un puñado de papeles en la mano. A su alrededor, algunos más, delgaduchos, con su correspondiente peto amarillo de seguridad. Tras el perímetro del concejal de Movilidad podrían jugar al escondite varios de los obreros canijos que aparecían detrás. ¿Puede ofrecer esa imagen el concejal de Movilidad? Evidentemente no. Y hoy que es el Día (o la semana, no sé) de la Movilidad, uno se imagina al concejal de Sevilla dando lecciones en la radio de por qué hay que dejar el coche en casa para ir a pie a trabajar. O en bici. O en el insuficiente transporte público de las capitales andaluzas, a una distancia abismal de muchas ciudades europeas de igual tamaño.

No, no es movilidad lo que representa ese concejal sino todo lo contrario, la insoportable inmovilidad de la política. Una vez más, el problema no radica ya en que la clase política se haya instalado en un estatus de privilegios que nada tiene que ver con la realidad que gobiernan, sino que ya ni siquiera son capaces de apreciar la diferencia. Lo acabamos de ver otra vez con Chaves, ahora que vuelve, como una serpiente de mil cabezas, el caso de su hija en la empresa minera de Huelva. Cree el presidente que todo de lo que se le ha acusado con el caso Matsa no son más que «infamias» políticas y «montajes» periodísticos. Ya quisiera él. Todo es mucho más sencillo. La Ley de Incompatibilidades que él mismo promovió y aprobó cuando era presidente de la Junta de Andalucía señala que un cargo público no puede decidir sobre una subvención que afecte a algún familiar. Lo único que tenía que haber hecho Chaves es ausentarse del Consejo de Gobierno cuando se votó la subvención millonaria que se le concedió a la empresa en la que su hija trabajaba de apoderada. Y no lo hizo. Por ignorancia o por soberbia, pero no cumplió la ley. La infamia es ese despecho a la hora de hacer las cosas; el montaje es ese estatus de inmovilidad y privilegios en el que se haya este personal. Uno y otro, el concejal de la tripa y el vicepresidente del nepotismo, tienen que saber que gobernar debe ser, ante todo, dar ejemplo.

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15 septiembre 2010

Generación Brackets



Eres como aquella canción de Hilario Camacho, ‘Cuerpo de Ola’, sólo que ya han cambiado los tiempos, por mucho que entonces, cuando se murió el dictador, a todos nos parecía que los veinte años abrían la puerta de la adolescencia y descorrían las cortinas de la madurez. “Tienes ya veinte años, cuerpo de ola/ y tu padre no quiere que salgas sola”, cantaba Hilario Camacho y, ya ves, ahora suena hasta ridículo, trasnochado, que un padre pueda decirle a su hija de veinte años que no quiere que salga sola, que “te cortejan hombres por los senderos/ y tu padre no quiere que hables con ellos”. Suena de otro tiempo, de otra era, aunque entonces aquel cantautor formaba parte de la apertura, de lo nuevo, de lo que habría de venir, y ahora ni está Hilario Camacho en este mundo ni las chicas de dieciséis o diecisiete años permiten que sus padres le digan nada cuando salen de botellona.

La frontera de la adolescencia y de la madurez ya no está en los veinte años, no, y ese cambio impuesto por las costumbres, que no sabemos si está bien o está mal, habremos de asumirlo como ley de vida o como una batalla perdida con el tiempo. Con tus dieciséis o tus diecisiete años, hoy vas de nuevo al instituto, revuelo de faldas y mochilas en las aceras que conducen al centro. Y mientras todos relatan sus aventuras del verano, vas pensando en la tortura de la clase, en la pesadilla del año pasado, en el infierno de voces en las clases de matemáticas, en la insoportable grosería de las clases de filosofía, cuando el grupo de alumnos de siempre se burlaba del profesor. Te decían tus profesores que aguantaras, que ninguno de aquellos alumnos resistiría un año más en el bachillerato; que se irían y dejarían la clase en paz. Pero luego, al final de curso, has visto cómo les aprobaban las asignaturas, con un trabajo, con un examen de preguntas conocidas, anunciadas, y temes que, otra vez, otro año más, el infierno vuelva a repetirse.

Vas camino del instituto, cuerpo de ola, y siento que hay mucha gente que puede verse atrapada en la inconsistencia de estos tiempos que adelantan la madurez y relajan la educación; entre la vulgaridad de este sistema educativo y el desapego vertiginoso de la obediencia familiar; entre la falta de educación y la indisciplina. Sí, es verdad. Pero lo más injusto de todo es considerar a todo el mundo igual. Hoy vas camino del instituto, con los brackets y los libros, y he pensado en esa injusticia de generalizar. Porque no todos los jóvenes son de una generación perdida, que estáis muy lejos de ser nada en el futuro que ahora se os abre. La ‘generación ni ni’ no pertenece a tu universo. Sois minoría, como los brackets, un veinte por ciento de la adolescencia dicen que los lleva, y sólo con el sacrificio de soportar esa tortura dental, podéis inaugurar una generación nueva. La más formada, la más fuerte, la más responsable, la más libre. Contra viento y marea, la ‘generación brackets’.

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14 septiembre 2010

El rey desnudo



El poder cambia a las personas, sí, es verdad, pero no es ésa una verdad completa. Lo que decía Heródoto hace dos mil quinientos años, «dad todo el poder al hombre más virtuoso que exista, pronto le veréis cambiar de actitud», es una verdad absoluta que todas las generaciones que han venido después, todos los imperios, todas las culturas, han podido atestiguar. Es así, el poder cambia; el poder carcome; el poder obnubila, pero, ¿por qué ocurre? ¿Y le ocurre a todo el mundo igual? No, claro. Unos se volverán vanidosos y engreídos, a otros le supurará la soberbia como una pus constante y otros se despeñarán, podridos, por el abismo de la corrupción y el enriquecimiento. Quienes los hayan conocido antes se detendrán para mirarlos y no reconocerán en ellos más que la silueta difusa del compañero que conocieron, del amigo que tuvieron, del familiar que fue un día.

Todos habrán cambiado, pero no todos habrán experimentado el mismo cambio porque, en el fondo, lo que provoca el poder es que aflore la verdadera personalidad de un ser humano. Quien con poder se vuelve engreído, es porque el engreimiento siempre anidó en su alma y es ahora, que se siente todopoderoso, cuando sale a la luz y explota. Quien mete la mano en el cajón, nunca tuvo claras las fronteras de la honestidad; quien mira a los demás desde su despacho con desprecio y soberbia, es que siempre albergó esas ínfulas. En definitiva, que no es el poder el que cambia a las personas sino que es el que consigue mostrárnoslas tal como son; el poder extrae la verdadera personalidad de cada cual; desnuda y exhibe al individuo tal como ha sido siempre, tal como se ha ocultado siempre. El rey desnudo. Al menos, en los casos de poder absoluto, que es del que hablaba Heródoto en su sentencia.

En ese trayecto que marca el poder en la personalidad de cada cual, habrá pocas personas que lo hayan recorrido con más rapidez que José Antonio Griñán. La pregunta más frecuente desde hace un año, la conversación más recurrente en cada sobremesa política es ésa, el vertiginoso cambio de Griñán, la velocidad con la que ha consumido su antigua amistad con Chaves, la rapidez con la que le ha brotado su verdadera esencia. Sólo había que verlo hace unas semanas, en una entrevista en su periódico favorito, la pose desahogada, el guiño desenfadado, el atuendo despreocupado, y todo calculado con la precisión de quien quiere ofrecer exactamente esa imagen de soltura. Lo mismo le daba lecciones a Zapatero, «el Gobierno tiene que salir más de Madrid porque Madrid no es España», que le propinaba mandobles a Chaves, lo ignoraba, «del Gobierno se oye a Zapatero, Blanco, Rubalcaba y muy poco más…» Ni siquiera se tentaba la ropa este hombre que jamás ha ganado unas elecciones, que se ha hundido en las encuestas y que preside un gobierno deshilachado, desconocido para la inmensa mayoría de los andaluces, empezando el desconocimiento por él mismo. Y encima, ya ven, Griñán se permite dar lecciones.

No, no es el poder el que cambia a las personas; Griñán ya era así cuando llegó a la Junta de Andalucía hace treinta años, de viceconsejero. Pero ha sabido interpretar siempre la partitura, sabía los instrumentos que le correspondían tocar en cada momento. Éste que ven ahora es el verdadero Griñán. El de antes sólo era el tal.

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03 septiembre 2010

Rumanos



Ya nadie les escribe poesías a los gitanos. Ni siquiera los poetas consagrados de la progresía se acuerdan de ellos en sus versos por mucho que la musa de la inspiración haya descendido a ras de suelo, “Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi”. No, nadie les escribe ya versos de verde aceituna, versos de caballos a galope huyendo de una venganza, de un amor o de la guardia civil; ya nadie se detiene con metáforas en los ojos rasgados de una gitana morena, de pechos ardientes y la faca escondida en el talle de la falda. Ni Lorca resucitado podría componer ahora sus versos a los gitanos, porque lo condenarían al instante, poeta racista y xenófobo: “Huye luna, luna, luna./ Si vinieran los gitanos,/ harían con tu corazón/ collares y anillos blancos”. Nadie compone ya canciones para los gitanos porque los gitanos, esos gitanos de la copla, ya no son de este tiempo. Ni de este siglo.

Puede que en otro tiempo, en otra España, la sociedad asimilara como algo natural a esos gitanos de carromato y campamento, de niños descalzos con mocos y abuelos orondos en silla de anea. Pero ese tiempo ya ha pasado, y el romanticismo con el que se envuelve el nomadismo de los gitanos lo único que consigue es camuflar y esconder la vulneración de derechos fundamentales de los más débiles de esa etnia. El analfabetismo, la explotación, la desigualdad entre hombres y mujeres no pueden encontrar excusas culturales en ningún país desarrollado. Y, si no queremos seguir engañándonos, los campamentos de gitanos en el extrarradio de las ciudades eso es, fundamentalmente, lo que esconden. El Estado de Derecho que impera en una democracia tiene que imponerse en todos los colectivos, sea cual sea su raza, su religión o sus costumbres. Y sin embargo sabemos, que no es así, que mientras a una mujer con problemas de alcoholismo, la administración no duda un instante en retirarle la patria potestad, no ocurre lo mismo cuando se trata de niños gitanos que malviven en chabolas.

Tras lo ocurrido en Francia, con la orden de Zarkozy de desmantelar los campamentos de cientos gitanos, en España las autoridades ya saben que lo que podemos esperar en los próximos meses es que aumente la llegada de gitanos rumanos a las ciudades españolas. Cuando eso ocurra, que ocurrirá, el debate volverá a girar otra vez, como ha ocurrido con Francia, por falsos raíles de respeto a la raza gitana y a sus costumbres, cuando no es ni la xenofobia ni es racismo lo que debe anteponerse a cualquier rechazo a los campamentos gitanos. No es su raza sino la vulneración de los derechos los que tienen que anteponerse en la prohibición y el desmantelamiento de los campamentos gitanos. Si lo miramos exclusivamente desde ese punto de vista y, en consecuencia, si se afronta esa realidad como algo incompatible con una democracia, esteremos evitando, además, que el populismo racista pueda anidar en la sociedad. Ya no hay versos de gitanos porque ese aire romántico ya se lo llevó hace mucho el viento de la historia, de la civilización, del progreso.

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Rendidos



Quizá fue a los seis años cuando debió comprender que todo iba mal. De haberlo entendido entonces, de haberlo afrontado entonces, hoy no estaría sentado aquí, en el cuartel de la Guardia Civil, esperando a que de un momento a otro aparezca por la puerta su hijo detenido. No tendría que mirar con angustia la puerta de madera por la que le han dicho que aparecerá; sin saber si podrá soportarle la mirada, si tendrá fuerzas para no salir corriendo a abrazarlo, si será capaz de resistir sin derrumbarse cuando lo mire a los ojos. Diez años han pasado y, de haberlo entendido entonces, quizá hoy no estaría aquí, con la denuncia de malos tratos que acaba de firmar contra su propio hijo.

Seis años tenía su hijo cuando, en mitad de la fiesta, después justo de soplar las velas, abrió la ventana y tiró por el balcón todos los juguetes que le habían regalado. Les había advertido que, para su cumpleaños, quería una videoconsola y, cuando al abrir los regalos, descubrió que no se la habían comprado, se fue al balcón malhumorado y lo tiró todo por el balcón. Los invitados se quedaron perplejos, inmóviles, con el plato de pastel en la mano y la boca abierta. Sus padres se levantaron de la mesa y corrieron por el pasillo detrás del niño. “Se ha encerrado en su cuarto, no quiere salir. Bueno, dejemos que se le pase el disgusto… Te dije que tendríamos que haberle comprado la videoconsola, que todos los niños de su edad la tienen ya, y el pobrecito, míralo, qué pena le ha entrado. Espera, que salgo un momento, y le compro la videoconsola ahora mismo”. Sentado en aquel pasillo, donde la Guardia Civil le había dicho que esperase, aquella frase suya. Porque, a partir de aquel día, ya nada fue igual.

Con frecuencia nos olvidamos que somos animales, que nuestros comportamientos son animales, que la vida del hombre es la historia de una dominación. No existe relación humana ni colectividad en la que no se establezca el mismo juego de dominación, la prevalencia del más fuerte. La familia es una de las estructuras más elementales de esa dominación. Patriarcados o matriarcados definen a las sociedades a lo largo de humanidad. La carambola que quizá nadie esperaba en la historia es que llegaría un día en el que la dominación la ejercerían los hijos sobre los padres. Y que de todas las dominaciones posibles, de todas las conocidas, ésta de los hijos sería la más violenta de todas. La más cruel y la más inconcebible.

Maltrato físico, maltrato psicológico… Repasaba la copia de la denuncia que acaba de firmar ante la guardia civil y su mente recorría a la gran velocidad la pendiente por la que todo se precipitó desde aquel cumpleaños. Los portazos de habitación que conducen a los insultos en público, los desplantes que se convierten en asfixia durante las cenas de familia; las exigencias de juguetes, de dinero, de caprichos que terminan en noches de insomnio y espera; las malas notas del colegio, las advertencias del director… Y ellos, sus padres, siempre justificándolo todo. Hasta que llegaron los golpes. Y los dos, aterrorizados, temían que sonara la cerradura, que llegara del malhumor, que se enfadara otra vez. Cuando lo vea llegar, la pena se hará insoportable porque sabrá que es su propia vida, su fracaso mayor, a quien van a encerrar esa tarde. Por eso se ha rendido.

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